Sé de cobradores. Conozco sus poderes persuasivos y su búsqueda desesperada por derrotar al deudor, como si se tratara de una lucha entre el bien y el mal. En la casa de mi infancia derrotamos a tantos acreedores como nos fue posible y a veces sólo por el placer de una victoria, pero quedé traumatizado. Dejamos de pagar cuentas ridículas. Uno de nuestros principios era éste: nunca pagues a tiempo y si puedes, te haces de humo.

La divisa inquebrantable: nunca abras la puerta sin preguntar quién, podrían ser los cobradores. Los tiempos cambian, los acreedores utilizan métodos sofisticados, tecnología de punta y punto.

Esa edad dorada de la huída ha tocado a su fin. Nunca más podrán repetirse las hazañas que le dieron fama y prestigio a mi familia: los abonos de la aspiradora que nunca pagamos, no sé si el cobrador terminó en un psiquiátrico. Vuelva mañana, fórmula clave que se pronunciaba en voz alta, en baja decíamos para nosotros mismos: al fin que no le vamos a pagar. La cuenta en la miscelánea de Efraín nunca se cubrió en su totalidad. Efra era un pan de Dios, quizá se enamoró de mi madre y con esa cuenta impagada sintió un derecho del alma al amor secreto. Pagar la renta era un calvario. Se acumulaban tres, cuatro meses y el casero se arrancaba los pelos. Esta audacia nos costó el desahucio. Un día acabamos en la calle con todo y muebles. La verdad es que las finanzas de la casa estaba rotas y cuando fluían los centavos los usábamos en todo menos en las deudas que nos agobiaban.

Recordé estas historias de dinero la mañana del domingo en que sonó el teléfono a las ocho de la mañana y una voz de mujer decidida a cualquier cosa con tal de cobrar una cuenta me dijo:
—¿Conoce usted a Fulana de Tal? –pronunció el nombre como si me acusara de un delito grave.
—No conozco a esa persona —repuse con salvaje decisión.
A mí no me ponen trampas los cobradores, por modernos que sean. Conozco bien a Fulana de Tal, no sólo la conozco, forma parte de mi familia.

Fulana volvió a las andadas, informé en la casa y volví a mis actividades de domingo que consisten en nada más que dormir. No supe lo que hice. A partir de ese día, los cobradores de Banamex, un banco con el que yo no tengo nada que ver, ni me interesa saber si pertenece a City Group o a quién y si Roberto Hernández se enriqueció de mala manera comprándolo a precio de risa. Insisto, me importa un cacahuate, pero yo a ellos les importo pues decía, desde aquella mañana en que negué mi parentesco con Fulana, una mujer o un hombre habla a la casa tres o cuatros veces al día y a las horas más dolorosas: las once de la noche, las siete de la mañana. No miento ni exagero.

No quise ser descortés con Fulana, pero el martes de febrero en que sonó el teléfono, a las diez de la noche, y oí una grabación exhortando al pago de una deuda, pensé que había que tomar cartas en el asunto pues reconocí al final que yo era la referencia de no sé qué tarjeta crediticia. Informé en casa que Fulana no pagaba sus créditos.
Volví a la vieja casa de infancia donde no se pagaban las deudas ni a balazos.
–¿Me comunica con Fulana?
Oí la voz en el teléfono y una queja torrencial cuando le conté de las llamadas a deshoras:

–Te cuento: hay empresas que compran deuda de los bancos y se dedican a cobrar de mala manera –había en su voz el tono terrible del agravio.

–Oye, Fuli, llámales para que desactiven la orden de llamar a mi casa.

Sentí nostalgia de aquellos años en que burlábamos a los mejores cobradores, incluso si venían con actuarios. Si alguien quiere cobrar acompañado de un actuario, usted puede estar convencido de que van a embargarle sus bienes.

Los acreedores se han armado hasta los dientes, mientras que los deudores no hemos avanzado en nada que no sea la mentira y la posposición. Venga mañana y aquí le doy un adelanto. ¿Cuánto es un adelanto? Doscientos pesos, no sé, quizás trescientos para que el embargo no tenga efecto.

Tenemos que usar la imaginación y renovarnos. Fulana me cae bien. Quiere vivir como se vivía en 1965. Yo también, soy un cronista de guardia que busca su pasado.

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